Texto de Guillermo Solana

El oficio y lo vivido
.
Si quiero hacer inventario de las ciudades que he conocido en la pintura, lo primero que recuerdo es la breve silueta de un caballero asomado a un balcón, y a sus pies, entre los árboles y las farolas del bulevar, las hileras de coches y la multitud hormigueante. Monet, como Renoir o Degas, descubrió el constante bullicio, el tráfago incesante de las avenidas y los quais de París. El entusiasmo de aquel descubrimiento se transmitió a las generaciones siguientes. Los futuristas lo llevaron al paroxismo, con su fervor por los automóviles, el alumbrado eléctrico y los alborotos callejeros. Boccioni y Carrá bajaron a la calle para mezclarse con la muchedumbre y quisieron también que el sonido de la ciudad penetrara en la apacible casa burguesa, que el estruendo de los choques y las explosiones sacudiera al espectador de sus cuadros. La efervescencia nerviosa, la exaltación casi histérica de las capitales modernas floreció por último en los expresionistas alemanes. En las calles de Dresde y Berlín que pintaba Kirchner, en los incendios y los apocalipsis de Ludwig Meidner, en la barahúnda de la Metrópolis de Geirg Grosz. Toda una época de la pintura moderna estuvo dominada por visión frenética de la vida urbana.
Cuando los combatientes volvieron a casa después de la Gran Guerra tenían los nervios destrozados. Y los pintores, aunque no hubieran ido al frente, sintieron la necesidad de mirar de otro modo a las ciudades, buscando el silencio y la soledad de los vastos espacios desiertos. Nietzsche lo había presentido en La gaya ciencia: " Un día, y probablemente pronto, será preciso entender qué es lo que, ante todo, falta a nuestras grandes ciudades: lugares tranquilos, amplios y extensos donde meditar, lugares con largas y espaciosas arcadas para el mal tiempo o para el tiempo demasiado soleado, donde no llegue el estrépito de los vehículos y el de los pregoneros y donde una etiqueta más sutil hasta prohibiría al sacerdote orar en voz alta: edificios y construcciones que en su conjunto expresen la sublimidad de la reflexión y del retiro". Giorgio de Chirico creyó reconocer en este texto de Nietzsche el recuerdo de las ciudades italianas, de sus piazze y sus arcadas, donde él había tenido la revelación de la pittura metafísica. En contraste con la intensa agitación de las ciudades futuristas, las perspectivas urbanas de De Chirico irradiaban quietud, una especie de quietud inquietante. El pintor la denominaba la tragedia della serenità y la explicaba así: "La obra de arte metafísica es, en cuanto al aspecto, serena; pero da la impresión de que algo nuevo deba ocurrir en esa misma serenidad y de que otros signos, además de los ya manifiestos, vayan a irrumpir en el cuadrado de la tela".
Esta es la tradición en que se inscriben las ciudades de Marcelo Fuentes. En ellas nunca aparecen figuras humanas, porque perturbarían la magia del silencio y la soledad; la arquitectura, que siempre fue la clave de la peculiar atmósfera metafísica, y en particular cierto género de arquitecturas industriales: los puertos, las estaciones ferroviarias, las fábricas y los almacenes, espacios y construcciones dominados por vastos designios geométricos pero literalmente inhabitables. Escenarios, como las ruinas antiguas, de melancolía.
Era casi inevitable que la pintura metafísica, fascinada por las construcciones industriales, se encontrara con la ciudad norteamericana, y la obra de Edward Hooper fue el lugar de cita. Marcelo Fuentes comparte con Hooper el desarraigo del viajero habitual, del nhómada. Nada le retiene en el paisaje que tiene ante los ojos, su mirada recorre la superficie de las cosas sin detenerse en ningún punto, se dirige alternativamente hacia la esquina más próxima o hacia la lejanía. Como quien está de paso en una ciudad desconocida y al atardecer, de vuelta en el hotel, se asoma a la ventana y se queda mirando extrañado los edificios, las perspectivas y los espacios. Así contempla Marcelo Fuentes sus ciudades, ya sean familiares o extranjeras, ya se trate de Valencia o de Nueva York. A veces, el carácter errante de su mirada contamina a las arquitecturas que pinta. Se contagia a los edificios; también ellos parecendesplazarse lentamente, avanzando como grandes buques, como enormes icebergs, como momtañas flotantes sobre el océano de la ciudad.
En la ciudad metafísica, los edificios cobran una extraña presencia palpable. "El templo griego -observaba De Chirico- está al alcance de la mano; parece que uno pueda cogerlo y llevárselo como un juguete de encima de la mesa. Sentido admirable que habría de reaparecer muchos años después en la arquitectura toscana. Esto es lo que uno piensa, en Florencia, mirando al baptisterio y la catedral con su campanario." Ese sentido táctil de la arquitectura late también sin duda en las ciudades de Marcelo Fuentes. En ellas los grandes edificios emergen como murallas continuas o como bloques aislados, pero siempre reducidos a un juego de formas geométricas simples. Casi siempre son bloques con ventanas opacas o sin ventanas, sin el menor atisbo de vida interna, ofreciéndonos sólo su presencia compacta e impenetrable, que les presta un aspecto monumental, a pesar del pequeño formato de los cuadros. He oído hablar a Marcelo Fuentes de su pasión inicial por el constructivismo ruso y, en efecto, no cuesta mucho reconocer en sus rascacielos los utópicos arkhitektone de Malevich.
La luz actúa paradójicamente sobre esa consistencia táctil. Por una parte, la luz oblicua del atardecer que domina en los cuadros de Marcelo Fuentes acentúa y prolonga las sombras, que a su vez definen los planos, las facetas de los volúmenes. Pero esa misma iluminación crepuscular envuelve todas las cosas en una atmósfera difusa y misteriosa. Marcelo Fuentes ha vuelto la espalda a la tradición del color límbrico que dominó la primera etapa de la pintura moderna, a los rojos y verdes, azules y amarillos vivos de los que ha vivido la modernidad desde el postimpresionismo. Se expresa en términos exclusivamente tonales, con sutiles variaciones y concordancias de valores, que son como voces atenuadas y sofocadas, como murmullos sin énfasis.
Sobre la tactilidad geométrica de los edificios, hay otra tactilidad superpuesta; la de la misma materia pictórica. En contraste con el volumen regular, cristalino, de la arquitectura representada, la pintura es una sustancia viscosa untada sobre la tela. Marcelo Fuentes aplica la pasta pictórica con la delicadeza de otro descendiente de la tradición metafísica, Giorgio Morandi. Como en Morandi, los contornos tré mulos, aparentemente inciertos, infunden a las cosas una cálida palpitación manual. En estas sugerencias de la misma factura se reconoce el oficio de pintor, y no en la corrección académica de los procedimientos empleados. El oficio es la experiencia de que en pintura no basta con el instante presente, de que no existe la pura espontaneidad, el puro gesto. El oficio es una larga paciencia; es la memoria del interminable aprendizaje, de tantas cosas hechas y deshechas, y la presencia actual de todo lo vivido.
.
Guillermo Solana

No hay comentarios: